29 de marzo de 2010

Texto sin título.

Debería de ser difícil empezar este texto, más no lo es. Aquí sentado, suelto las riendas digitales de este caballo de vapor que es el corazón, para hablar de estos dos años contigo.

En la senda que he recorrido hasta esta tecla. Que aunque no tan prodiga para coser mil historias, he vivido grandes y grandes pequeños momentos. Esas cosas que nos pasan, que vivimos o sentimos, y que van dando forma a esa delgada y delicada línea que será nuestro paso por el mundo. Pero no quiero perder esta valiosa inspiración vespertina hablando de mí. O quizás si, te voy a hablar de mí reflejado en ti.

En dos años, en un segundo, la vida cambia. Y, yo, he cambiado. Antes de ayer, recorrí caminos en la búsqueda de algo, de alguien. Erré en cada intento de aferrar la vida al recuerdo de una historia. Comprendí, por fin.

Se aclaró con el mapa existencial, al menos un poco, y la inocente niña abrió para el joven maquinista un cambio de agujas en el ferroviario sentir de aquel paraje inexplorado.

Agradecido una vez más, puso en marcha la caldera. Curioso y temeroso, curioso y temeroso. Curioso por el inevitable afán de aventura innato en un corazón lleno de vida, y temeroso por la misma cualidad. Que tantas otras veces le había llevado al quicio del dolor y de las regulares lecciones aprendidas.

Pero gracias a la ingeniería, los frenos hidráulicos de la lógica no funcionaron esta vez. El alma del maquinista emprendió su marcha. Una nueva ruta por delante y mil vivencias ante él.

Dos años de trayecto por una senda de acero, amor, y sobretodo experiencia. Muchas estaciones con y sin parada.

Pasajeros desconocidos, y viejos conocidos subieron. Otros tantos se apearon en el camino.
Algunos causando baja por no llevar billete en esta historia, muy importante encontrar a esos pequeños saboteadores, y polizones, de los que si queremos siempre podemos aprender, pero hay que querer cada día.
Otros por generosidad cediendo su asiento a aquellos de mayor edad, que esperaban en algunas de las estaciones.

El feliz maquinista dio la bienvenida y las gracias a cada una de las caras que pasaron ante él en este tiempo.

Se cumplieron ya dos años desde aquel, ya lejano, cambio de agujas. Que no cambió agujas, lo cambió todo.

En ocasiones la vida, inocente vida, observaba el rodar del corazón de acero con alma de vapor en su periplo por esa nueva tierra. Observó la muchacha que la locomotora había cambiado progresivamente su marcha desde aquel lejano día en que se detuvo bruscamente, ante el cambio de agujas, y comenzó de nuevo a circular. Ahora parecía imparable.

La risueña y preciosa niña, no quiso quedar con la duda, y le preguntó en sueños al joven. Si acaso la ruta era la responsable de esta diferencia. Él le explicó sonriente como había resuelto un problema de toda su vida, del pasado.

En anteriores rutas, quizás por inexperiencia a los mandos de la máquina. O quizá aconsejado por algún inseguro ayudante. El maquinista tomó provisiones en exceso, por si la maquina se averiaba.
Tampoco sabia muy bien que hacer con el trasiego de gente que producía en cada estación en la cual alcanzaba a detenerse, por lo que su segundo de abordo le recomendó que no dejase bajar a nadie.
El tren se saturó de pasajeros y, como agua que no dejamos correr mucho tiempo, algo se pudrió.
La sobrecarga de mercancías, unida a la saturación de pasajeros hizo que la caldera no pudiese funcionar a pleno rendimiento.
No se pudieron cumplir horarios, y una y otra vez la locomotora acabo deteniéndose. Bien por avería, bien porque la ruta se convirtió en una vía muerta sin previo aviso.
Hechos que sobrepasaron la capacidad de reacción del joven en aquellos momentos. Regulares en principio, luego buenas y valiosas lecciones.

Pero en esta nueva ruta, quiso que algo fuera diferente, era la menos que podía hacer ante un nuevo rescate de la risueña vida. Pensó que quizá debía replanteárselo todo.

Decidió quedarse solo en la cabina. Silencio, por primera vez silencio. Sin segundos de abordo que minaran la espontaneidad de un joven un poco loco, con inseguridades vacías de contenido y llenas de sociedad.
Fue en ese preciso instante, y solo en ese instante cuando vio por la ventanilla de la cabina lo que marcaría el inicio de una nueva forma de vivir. La Luna.
Entre tanta distracción nunca se había percatada de su constante presencia. No importaba lo tortuoso del recorrido, ni lo pronunciado de los ascensos. Cada noche, ella estaba allí, acompañándolo.

Entonces, interrumpió la risueña muchacha, cuestionándole si era la Luna que había cambiado su marcha. Pregunta que realizó con gesto de inicio la tristeza. Pensando en anteriores vivencias que marcaron al navegante del acero.
Él le respondió que no. La luna se había convertido en su compañera, en su inspiración para crecer como maquinista. No en su destino, ni en su hilarante objeto.

Con la tranquila y eterna compañía de la dama blanca, el maquinista perdió la cordura, al fin. Desde la compañía de la soledad nocturna, comprendió. Y no dejo de comprender cada día, y cada noche.

Entendió que solo tenía que cargar con lo necesario, y si necesitaba algo más, seguro que el destino le proveería de ello en cada una de las estaciones. Mucho de esto había leído pero poco de ello hasta ahora en él había calado.

Quitó cerrojos y barreras, dejando libre paso a los pasajeros. Tomándose el tiempo de acomodar y acompañar a cada uno de ellos. Disfrutando de cada una de las caras que tomaron en algún momento la decisión de subir al tren.

Y la ruta se simplifico, se comenzaron a cumplir los horarios. La caldera funcionó como nunca. El alma de vapor rugía en una nube de emociones vaporizadas. Y no es que la ruta no tuviese sus tramos tortuosos, o sus cuestas sin horizonte. Es que todo fluía en ese tren.

Gracias a la bella vida; al tesón de un joven lunático, aprendiz de maquinista y al amparo e influjo de, su blanca compañera nocturna.

La muchacha dejo al lunático con el proseguir de sus andares por los mundos de Morfeo. Quedando quieta un instante, emocionada, confirmando una vez mas que uno de sus aprendices tenia algo que enseñarle.


La vida no me ha tratado mal, y nada tengo que reprocharle. Esa risueña niña siempre ha encontrado la manera de hacer que entienda las cosas. Por las buenas o por las regulares.

Y aquí sentado, escribiendo, sigo siendo un humilde discípulo de lo bueno que hay en todas y cada una de las personas. Aprendiz de la dicha. Al amparo de mi Luna.

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